Sí, aquí estoy

Hoy lo vio en el supermercado. Él llevaba del brazo a una mujer que empujaba el carrito con una bebé en el asiento. 

Cuando empezaron a salir ella era aún muy joven. En su primera cita, Andrés la manipuló para llevarla al centro a aventar un esmalte a un coche de la que en ese momento era su jefa. Isabella no sabía manejar bien, no tenía licencia pero subió al mustang azul. Sintió pavor al ver los ojos rojos llenos de ira y venganza que le ordenaron acercarse lentamente al coche blanco que él señaló. Aventó el esmalte rojo y aceleró hacia la avenida. No hubo patrullas, nadie se dio cuenta que pasó. Andrés la besó. Ella sintió que su cuerpo se estremecía, sin saber si era de miedo, adrenalina o placer.

La segunda vez que salieron la llevó a bailar. Le dijo con un tono de reclamo que odiaba cómo se le veían lo pies en esas sandalias, que por favor no las usara nunca más. Isabella pidió perdón. Él era un hombre siete años mayor, conocido por todo el mundo en el antro. Cuando pasaron la cadena se sintió como reina, sabía que no era el tipo de mujer con la que él frecuentaba el lugar. A lo mejor por eso el cadenero le sonrió con compasión. Ella cantó, lo besó, se sintió deseada cuando la llevo a media pista a bailar y le tocaba las caderas. Fue una de las noches más felices que tuvo con él.

Su primer arranque de furia fue cuando ella no lo dejo entrar al departamento. Venía drogado. Andrés se estacionó, ella bajó emocionada porque ese día no la dejó plantada con la cena, como lo había hecho tres días seguidos. Cuando lo vio con esa mirada perdida le pidió que se fuera. Él le gritó —Sólo voy al coche por el vino y regreso. 

Logró subir al departamento y encerrarse, pero la puerta del edificio tenía una falla en la manija que no cerraba bien. Bajó corriendo, sintió como él le empujaba la puerta. Logró aventarlo y azotar la puerta. Al entrar a su casa se dio cuenta que su celular no tenía pila. No podía hablarle a nadie. No sabía que hacer. De pronto escuchó la voz de Andrés muy cerca. Había estacionado su coche para subirse al balcón. No sintió las piernas. No podía creer que él rompiera la ventana para entrar. Esa mañana había regado sus plantas ya no recordaba si había puesto el seguro. Finalmente, le salió un grito de auxilio y Andrés se fue.

No hubo disculpas. Llegó a la semana con un ramo de flores acompañado con esa sonrisa encantadora. Isabella era una cobra totalmente dominada por esa mirada. Pasaron los meses. Isabella dejó de salir con sus amigos, sólo se dedicaba a él. Salía del trabajo corriendo para tener la cena lista y esperar que esa noche él llegara. En casa de sus padres se presentaban de vez en cuando a comer. Eran una pareja enamorada frente a ellos. Su hermano, quien los había presentado no les creía el cuento, pero él también tenía sus problemas y no dijo nada cuando Isabella entusiasmada le comunicó que Andrés sería papá y que vivirían juntos.

Pasaron tres meses cuando Andrés se mudó con ella. Ella perdió al bebé, la golpeó, la insultó. Isabella adolorida por las punzadas del legrado y después de pasar tres noches con la hemorragia, ya no sentía la piel de sus nalgas. Su cara estaba hinchada de llorar y de los golpes que él le había colocado. Se sintió vacía sin nada que dar a nadie. Cuando despertó notó que el amor que le había dado estaba como él, a muchos kilómetros de ella. Por su hermano supo que Andrés estaba fuera de la ciudad. Las pocas cosas que dejó las tiró a la basura. Ella nunca lo buscó. Nadie más preguntó por él.

Esa bebé de ojos verdes en el asiento del carrito del súper le recordó lo que ya había borrado. Andrés parecía cansado, con la mirada perdida no la reconoció. Volteó a ver a la mujer que lo acompañaba, le sonrió con compasión.

Isabella siguió caminando para encontrarse con su esposo. Lo besó y agradeció por la vida que le había dado. Hoy solo hay amor correspondido, respeto y dos pequeños que le gritaban —Mami ¡aquí estamos!

5 comentarios

Añade el tuyo →

Deja una respuesta