Me gusta comprar la fruta y la verdura en el amplio expendio de la esquina porque a diario traen mercancía fresca y variada del mercado de abastos. Soy marchanta fiel, por eso me saludan por mi nombre y conozco a todos los que allí trabajan. Cuando voy por mi mandado acostumbro quedarme unos minutos charlando con la propietaria, una mujer atractiva que siempre tiene trato cordial con los clientes. Llama mi atención su imagen impecable y coqueta, cabello recogido, maquillada, pestañas postizas y uñas con manicura. Lo único que no usa es perfume pues dice que se pierde con el aroma tropical del mango y la frescura de la menta.
Durante un par de semanas no la vi, pensé que habría tomado unos días de descanso, pero su ausencia se prologó por varios meses. Supuse que estaría en alguna otra sucursal.
Como todos los martes acudí a hacer mis compras, me sorprendió verla nuevamente en su puesto. Parecía otra persona. Había perdido la sonrisa. No llevaba maquillaje. Su rostro lucía distinto, como un durazno marchito, como una pera mallugada. La salude como de costumbre, ella fue amable pero distante. Aprovechando que no había clientela me atreví a cuestionar el motivo de su desaparición, pero sobre todo la razón de su melancolía.
Ella titubeó al responder.
— Ya sabe que a mí me gusta andar bien chula, un poco de sombra aquí, un poco de sombra allá.
Por vanidad decidí aplicarme pestañas postizas, esas que están de moda, así que acudí a una estética reconocida. Estaba emocionada, aun así esperé pacientemente con los ojos cerrados durante la colocación, después seguí los cuidados necesarios para deslumbrar a todos con una nueva mirada. Pero durante el fin de semana mis ojos habían enrojecido, empecé a sentir un ardor insoportable. Nada lo calmaba, ni las gotas de manzanilla, ni las compresas frías tampoco los menjurjes de mi madre.
Angustiada acudí al médico a primera hora. Mis ojos estaban completamente inflamados, era imposible abrirlos. Parecían un par de berenjenas maduras.
El diagnóstico fue una infección en la córnea debido al uso de algún ingrediente inadecuado, o tal vez el pegamento provocó una reacción alérgica o no hubo la higiene debida y alguna bacteria entró a mi organismo.
Me recetó medicamentos muy fuertes.
Fueron días de mucha oscuridad.
La única opción fue un trasplante de córnea.
El proceso fue desgastante.
No debo quejarme, la cirugía fue un éxito. Mi cuerpo aceptó la córnea del donante pero mi mente no.
Desde entonces tengo una sensación extraña, como si un vecino no grato habitara en el ventanal izquierdo. Todo cuanto miro tiene dos significados, un ojo envía el mensaje de que quiere dormir y el otro tiene insomnio. A uno le gusta el sol, el otro prefiere gafas. Es imposible llegar a un acuerdo.
Puede parecer una locura pero mis ojos no tienen el mismo tamaño, ni la misma forma. Me veo al espejo y no me reconozco. Mi cara parece desfigurada. Por eso decidí no salir de casa, ni del cuarto, ni de la cama. Algo ajeno me invade. No tengo privacidad. Soy yo y el otro ojo.
Muchas veces me pregunto si el donador era un hombre, porque últimamente me parece que las mujeres son muy atractivas. Y prefiero las películas de acción a las románticas. Me encuentro con personas que creo conocer pero no puedo recordar nunca sus nombres. Me estoy volviendo loca.
Por eso decidí volver a la frutería. Aquí entre guayabas, brócoli y coliflor, clientes, deberes y quehaceres echo un ojo al gato y otro al garabato además, encuentro paz.