Rosalba y Cecilia Segunda Parte

Me acostumbré a la ausencia de Rosalba, no la extrañaba, no tenía motivos para hacerlo. Los viernes por la noche mi abuela me mandaba a bañarme y estar lista para cuando ella llegara. Se esmeraba preparando los platillos que le gustaban a su hija. Rosalba llegaba, aventaba los zapatos de tacón y se enfundaba los pies con las pantuflas del abuelo, se lavaba las manos en el fregadero de la cocina, destapaba cazuelas mientras cerraba los ojos y aspiraba el aroma de la comida, tomaba un plato y se sentaba en frente de mí. “Quibo” me decía a modo de saludo y comenzaba a comer. Evitaba los saludos que implicaban una pregunta, no quería mi respuesta.

Sufría cada fin de semana que pasaba en casa de mis padres. Mi mamá era inflexible, no podía faltar. Sentía que vivía dos vidas, que habitaban en mí dos mujeres, una totalmente ajena de la otra. Le comenté a mi mamá que estaba trabajando para conseguir un nuevo puesto como coordinadora de área, que ganaría más, que Cecilia pronto entraría a la prepa y se gastaría más en ella, que el gerente estaba evaluando mi compromiso con la empresa. Necesitaba quedarme a trabajar los sábados medio día. Fui acortando mis visitas.

Rosalba y yo no tuvimos una relación interpersonal, ella cumplía con mantenerme y en reciprocidad aunque ella no lo pedía, le mostraba mis calificaciones y le contaba algunas cosas de mi vida, ella se limitaba a asentir o soltar un ¡mmmmm, muy bien! Cuando le conté a los catorce años que me bajó por primera vez, me contestó levantando las cejas: “¿Apenas?, creía que ya te había bajado.” Esperé el sermón sobre convertirme en mujer y mantener las piernas cerradas que me dio mi abuela y que platicaban mis amigas que les dio su mamá, pero nada. Rosalba era inmune a cualquier cosa que se tratara de mí.

No era mentira que quería el puesto de coordinadora de área, de hecho me lo gan. Eso implicaba tomar cursos, capacitaciones y en ocasiones salir de viaje a las sucursales que la empacadora tenía en la región, tenía el pretexto perfecto para no ir a casa de mis padres el fin de semana,  cuando sentía que algún reclamó saldría de boca de mi mamá, le decía: “No puedo darme el lujo de rechazar esta oportunidad mamá.” Ella no entendía, pero aceptaba el hecho de que nunca iba a entablar una relación con Cecilia, que yo tenía otra vida y que ellos tres no tenían lugar en ella.

Cuando por fin entendí que no le importaba a Rosalba solté de golpe todas las expectativas  —que no eran muchas— respecto a ella. Dejé de preguntar cada fin de semana si vendría y me dediqué a vivir mi vida de adolescente sin madre pero con una abuela que me custodiaba como un dragón a la princesa de la torre de palacio. Fueron tiempos difíciles para la pobre vieja, la hice ver su suerte. Me amenazaba con decirle a Rosalba sobre mis  mis piercings, pelos morados, cigarros en la mochila y múltiples novios. Ella tan católica y conservadora, me advertía que iba a terminar igual que Rosalba con un chiquillo en la panza. Mi abuelo como “buen hombre”, solo levantaba de vez en cuando la mirada de su crucigrama. “Es asunto de viejas. “ Decía suspirando.

Mi mamá me acosaba con quejas sobre el comportamiento de Cecilia, me echaba la culpa de que la niña era una vaga porque no tenía figura de autoridad; que nunca me hice cargo de su educación, que la abandoné, que iba a terminar embarazada como yo a los dieciocho años. Le contesté que ella fue mi figura de autoridad.

Una tarde recibí una llamada de Rosalba, mi gritó que ya estaba harta de que mi abuela le hablara todos los días para quejarse de mí, que ella no se mataba trabajando para que me gastara su dinero  —hizo énfasis en el su — en cigarros y llenándome de agujeros la cara, que en un año cumpliría dieciocho y que a apartir de entonces no recibiría un peso de ella. No era momento de pedirle un celular nuevo.

Las quejas sobre Cecilia pararon, me sorprendí pensando en ella. Decidí ir a su casa, la encontré en el comedor leyendo un libro, me senté frente a ella, sin levantar la vista de su lectura me dijo:

—La semana que entra cumplo dieciocho. Me  aceptaron en la universidad del estado y me ofrecen una beca que incluye hospedaje y manutención. Ya no tienes que mantenerme. —Me dijo tajante.

—Siempre has tenido excelentes calificaciones. —

—En un mes es mi graduación por si quieres ir, pero seguro estarás ocupada— dijo mientras se levantaba de la silla, sin darme oportunidad de contestar.

Espera el final esta historia el 17 de agosto.

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