Boca a boca

En la pubertad nos morimos por descubrir lo que es besar con pasión. Ese territorio de dos carnosas compuertas nos asusta y nos atrae al mismo tiempo.

Cuando somos adolescentes el rojo cereza de nuestros labios delata la destreza adquirida a través de la práctica. Las lenguas, como medusas se trenzan. Tardamos en distinguir la medida exacta del ritual pero, si escogemos bien, nos perdemos en el laberinto soñado de placer.

En la juventud lo tomamos como antesala, lo disfrutamos pero lo damos por sentado. Robamos besos y aceptamos ser besados olvidando el flujo de intimidad que este acto implica. Lo profanamos, olvidamos que al juntar las bocas contactamos con el microuniverso del amor, de la conexión erótica, sensorial y sexual.

Al besar invitamos a que fluya agua tibia que nos deja el sabor de los anhelos más profundos de nuestro amante.

Llega el sosiego que brinda la madurez. Ese misterioso proceso que se guarda en los labios lo dejamos para los hijos, encontrando la ternura que también representan. Tronamos besos para regalar un pedazo de amor. En el cuarto de la pasión pasan un poco de moda, olvidamos el camino donde los labios destapan la humedad en la piel.

Antes de que el tiempo avance hay que retomarlos apasionadamente y sin pensar. Sumir los labios en los labios del otro. Sentir su lengua buscando la nuestra. Perderse en ese universo que solo existe cuando dos bocas en silencio disfrutan de su encuentro.

Besando desnudamos al otro sin despojarlo de sus ropas.

Besando, besamos con los ojos y con las manos. Nos clavamos en el brillo profundo del vacío. Resbalamos como río sobre los causes desbocados de la piel.

Perderse en una boca es entrar a una dimensión oculta donde los cuerpos pierden su órbita, se derriten uno sobre el otro. Se dejan llevar por el agua de mar que, densamente, va y viene hasta depositarlos, desnudos y turbulentos, en la playa de la pasión.

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