Hace tiempo asistimos a una ceremonia budista con la intención de armonizar nuestra energía. El tema era la abundancia. El lugar era luminoso. Al entrar, llamaron mi atención el silencio solemne y varias tiras de banderas de colores que colgaban en el patio. Me explicaron que simulaban plegarias que viajan con el viento.
Meditamos. Mejor dicho, lo intenté. Había demasiado ruido en mi mente.
Al finalizar, nos acercamos al monje de atuendo marrón para agradecerle lo aprendido. Entonces tomó una semilla sagrada, la bendijo con lluvia de arroz; después la ató en la muñeca izquierda de mi hijo y le dio un consejo:
—Llévala siempre contigo, te protegerá.
Después juntó sus manos, las llevó a la altura del rostro, cerró los ojos e hizo una pausa. Como si alguien le hubiese dictado lo que tendría que decir, compartió dos oraciones con voz profunda:
—Ayuda a tu madre. Conserva tu sonrisa, dará ánimo a otros y te abrirá camino.
Salimos del templo sin cruzar palabra. Durante el trayecto a casa pensé en el mensaje del hombre sabio; comprendí que la fuente verdadera de todo bien está dentro de cada persona. Sin duda, la sonrisa es una mina de oro donde cabe la felicidad. Pude confirmar que mi hijo siempre será próspero mientras no olvide su virtud.
2 comentarios
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Que bonita virtud, ser feliz para dar felicidad a los demás