Parece que el tiempo avanza; sin poder creerlo, uno mismo se detiene. Es un juego irremediable, el tiempo… uno, dos, tres, el infinito. ¿Qué más da cuando uno no entiende el ir y venir? Tratando siempre de escapar de algo que nunca se ha tenido siquiera, jactarse de la felicidad es un dulce remedio a la misma infelicidad.
Cenizas
Mi padre fue el tercer marido de mi madre. Le dejó tres hijos a su cargo y el título de viuda una vez más. Ella era una mujer hermosa que siempre buscaba quien le cubriera esa necesidad de amor, de sentirse protegida. La recuerdo tan cariñosa cuando yo era pequeña; creo que se volvió muy dura tras perder a todos los hombres de su vida.
Virginia, mi hermana mayor, quien desde niña vio sufrir a mi madre, decidió cambiar nuestras vidas. Una vez que se estableció en la Ciudad de México, casada bien con el Dr. Lara, decidió que Colima ya no era un buen lugar para nosotras; con esto hizo desistir a mi madre de su siguiente matrimonio y de su premonitoria cuarta viudez. Para mí, esto significaba dejar atrás muchos recuerdos, vivencias, sobre todo los recuerdos de mi hermano Florencio; de todo lo que teníamos en esa pequeña casa con sus árboles llenos de frutos, llena de ilusiones infantiles, de muñecas. Esa casa que también se llenaba de miedo al dios del fuego.
Aún recuerdo que cuando yo tenía cuatro años, el volcán expulsó lava y cenizas. Le pedía a Dios todas las noches que por favor no se enojara ni hiciera explotar nada. Todo este terror era provocado por las historias que nos contaba el sacerdote de la parroquia todos los domingos. Dios iba a castigarnos por todos nuestros pecados —no importaba si eran chicos o grandes—; estos provocarían un terremoto tan grande que se abriría la tierra. El volcán enojado haría escupir fuego, nos enterraría por siempre debajo de cenizas, así como en el pueblo aquel de Italia, del que no recuerdo su nombre, y del que mi nieta ahora ha traído unas fotos tan parecidas a las imágenes de mis sueños, que se repitieron por muchos años, en los que me quedaba sentada con el brazo señalando hacia arriba, donde alguien me tocaba y entonces me desmoronaba. Así desaparecían mis recuerdos, desaparecía yo misma.
De recuerdos vivo. No sé bien cuánto tiempo transcurrió para que yo borrara la cara de Florencio de mi mente. Qué ironía: mi hermano —queriendo ser un hombre de bien— se enlistó de policía, sin imaginar que su amigo Joaquín le iba a enterrar un verduguillo solo por haber apostado si de verdad el arma tenía filo. Esto dejó huérfana a mi sobrina Elisa con una predisposición al sufrimiento;cuando creció y se hizo adulta perdió a su pequeña hija Beatriz. Creo que por eso Elisa se murió tan joven, cuando su corazón ya no pudo más.
La muerte de mi hermano llenó completamente de tristeza esa casa y fue razón suficiente para que mi madre no contradijera a mi hermana y tomara las maletas rumbo a nuestra nueva vida.
Capital
Durante mi adolescencia descubrí que la ciudad que me abrazó por primera vez, a los 13 años, estaba llena de vida, al igual que yo. Recorrí cada calle con ese afán de descubrir la belleza de sus portones, de los interiores de sus puertas; de sus ruidos; de los tranvías llenos de colores y sabores, porque en ellos se vendían frutas, panes, flores; de su gente; de descubrir las vecindades y la juventud que las habitaba.
Cuando llegamos a la capital, mi hermana me llenó de consejos que por supuesto no escuché lo suficiente: «Tienes que estudiar, ser obediente, ser sumisa, ser cortés». No entendí bien lo que siempre me quiso decir porque durante toda mi juventud lo único que hice fue desobedecer a mi madre y ser rebelde. En la escuela, Antonio siempre me decía que mis labios eran un corazón que debía prenderse. Nos escondíamos detrás de los árboles para besarnos y así encenderlos, con ese color rojizo que hacía que mis compañeros apostaran por quién sería el siguiente en colorearme esos labios, que también hicieron que Pedro me invitara a mi primera fiesta en la ciudad. Estaba tan emocionada por ir al baile de quince años de su hermana.
Yo tan flaca y tan alta decidí que me escaparía de la casa justo cuando mi madre fuera a entregar los pedidos de la ropa que vendía. Aquel día también era la primera vez que depilaría mis cejas y las dejaría perfectas, con ese arco que había visto en las modelos de las revistas de ropa americana de mi madre, justo como las de Gloria Swanson. Lo que nunca tuve en cuenta a mis 14 años es que mi madre sabía perfectamente mi plan; dejó que me fuera a la fiesta y minutos antes del baile de la festejada me sacó frente a todos a jalones de las cejas para que aprendiera que una señorita decente no se depila jamás, ni se sale de su casa sin permiso. Todavía recuerdo el dolor de los pellizcos que dejaron entumecida mi frente por dos semanas, y que además lograron hacer que mis pretendientes se alejaran por un tiempo al verme totalmente descejada, hasta que volvieron a salir y de a poco pude pintarlas sin que ella se diera cuenta, o eso creía yo.
Enamorada del amor, siempre soñé con casarme con un charro, vestida de los colores de mi tierra: vestido blanco con olanes rosas y rojos; pero solo encontré el amor en las historias y relatos que me conté a mí misma. De verdad pensaba que sería un caballero andante, montado en su caballo, quien me llevaría a recorrer el mundo; tal vez porque me quedé con esa imagen de mi padre, que tanto le pedí a Dios, y que solamente me llegó en sueños. Varias noches papá vino a caballo a decirme cuánto me amaba y lo triste que estaba por no poder compartir conmigo, pero que siempre me acompañaría.
Así me imaginé entrando a la iglesia. A mis 18 años me enamoré de Alberto, un hombre alto, pelo ensortijado, dueño de una mueblería en Peralvillo. Pensé que nuestro amor era invencible, el uno para el otro, pero como dije antes, nunca fui sumisa ni obediente y tampoco obedecí a mi razón. Dos días antes de mi boda, con la casa totalmente puesta para mi nueva vida, decidí que no iba casarme con él, que mi vida no podría estar atada a un hombre porque de algún modo esto acabaría con la posibilidad de encontrar al amor de mi vida.
Entiendo que mi corazón nunca supo lo que quiso. Dos años después, me enamoré de Francisco quien, con su traje siempre impecable, su sonrisa perfecta y su flor en la solapa venía a verme en la tienda donde trabajé como vendedora de perfumes. Un día llevó a su hermano Emilio consigo; él era diferente, con el cabello ondulado y una sonrisa torcida. Yo misma me sorprendí cuando, a los pocos meses, Emilio me pidió matrimonio, y yo acepté su oferta de amor eterno y viajes a la Luna.
No era charro ni tampoco el amor de mi vida. Durante toda la ceremonia, lo único que yo imaginaba era que Alberto entraba a caballo en la iglesia mientras el sacerdote decía el famoso: «Que hable ahora o calle pare siempre». Así, impedía mi boda y me llevaba en brazos hacia la vida que debimos haber construido juntos, pero eso no sucedió. La puerta de la iglesia nunca se abrió durante los cincuenta y dos minutos que duró mi boda. Yo solamente escuchaba los latidos de mi corazón, que me decían que saliera de ahí corriendo. También escuché a lo lejos cómo de mis labios —que no se habían pintado de rojo esta vez— salía: «Sí, acepto». Era como si estuviera en una película. Los pocos invitados aplaudieron, vi a mi madre y mi hermana llorar; vi cómo Emilio se deleitaba en ver a su novia vestida de blanco, llena de flores y azahares comprados por Refugio, mi suegra, con encajes heredados de su abuela paterna, quien vino de Francia con esos baúles llenos de telas y ajuares. Me vi a mí misma llorando, sin saber que ese sería el inicio de una vida llena de pesares y decisiones fallidas.
Agua
A unos días de la boda nos trasladamos a Tlapacoyan, Veracruz. Recuerdo que lo cálido del lugar me recordaba a mi tierra; ese sería el único calor que hubo en mi vida por algunos años. No pude más que aceptar que mi marido se había dado cuenta de que desde el primer día jamás lo amaría; por consecuencia, como dicen, en el pecado llevé la penitencia. En mi noche de bodas me preguntó si quería bailar; yo, tratando de aminorar mi tristeza, solo contesté que sí, sin imaginar que lo que haría sería tirarme de balazos en los pies. Empecé a brincar y así según él a bailar. Entendí que mi vida había terminado a los 20 años, y volví a decirme que debí haber escuchado más a Virginia; sus palabras retumbaban en mis oídos como si estuviera pequeñita en mi hombro: «Ser obediente y sumisa».
A esa edad y con un ser creciendo en mi vientre empecé a obedecer a mi suegra, cuidando de ella, preparando la comida, limpiando su casa. Sé que fue más por miedo que por obediencia. Su profesión, si se le podía llamar así, era contactar espíritus y leer cartas; juntarse con personalidades muy elegantes por las noches para hacer cosas que yo no entendía. Por primera vez tenía que volver a ser fuerte, no por mí, sino por mi hija, esa bebé regordeta hermosa con cabellos dorados y ojos de color aceituna. Me enamoré de ella desde el primer momento que la tuve en mis brazos. Descubrí mi primer gran amor. Cuidaba de ella con todo lo que tenía encerrado en mi corazón para entregar, mientras Emilio bebía, se descontrolaba, iba y venía de noche oliendo a tabaco, alcohol y perfumes. Yo guardé en los cuartos de esa casa ilusiones para no morir de tristeza, llenaba mi corazón porque repartiría mi amor a dos pequeños más.
Irma, Raúl y el pequeño Francisco eran quienes día a día llenaban mi ser de esperanza pensando que un día podría escaparme de esas paredes e imaginar que después de esa puerta enorme de madera y esos arcos habría un lugar donde yo podría ser feliz con mis tres hijos. Un día me prometí salir de ahí.
Emilio, sorpresivamente, nos llevó de paseo a las cascadas para decirme que volveríamos a la Ciudad de México porque la fama de mi suegra la hacía ser muy buscada por sus dotes de adivinadora, sanadora y canalizadora de muertos, y que, si yo sobrevivía a lo que me hiciera en ese momento, podría irme con ellos. Sentí cómo de mis ojos, despacio, brotaban lágrimas porque volvería a ver a mi madre. Tan distraída estaba que no sentí como poco a poco se me llenaba la cara de agua y un frío recorría mi cuerpo; empecé a patalear y entonces vi cómo la luz del sol cubría mi cara de nuevo. ¿Había sido solo una broma? ¿O su verdadera intención era deshacerse de mí ahí mismo? Nunca lo supe, pero sentí un miedo que me hizo empezar a planear cómo podría salir de esta situación. La luz y el calor en mi rostro definió el momento en el que decidí que no podía más.
Fuerza
A los pocos días de mi regreso a la Ciudad de México tuve el permiso de ver a mi madre. La abracé como nunca lo había hecho, le pedí perdón. Ella rodeó mi esquelético cuerpo dándole un calor tan grande como si un oso estuviera protegiéndolo. Esa sensación solo duró unos minutos; de nuevo, el frío en mi cuerpo se hizo presente. Mi madre dijo que no podía hacer nada por mí; yo había tomado la decisión de escoger ese hombre y esa vida; mi deber de mujer casada era ser sumisa. No la entendí porque su cuerpo me decía una cosa y de su boca salían palabras otra vez en eco que ya no podía escuchar. Yo no iba a desistir.
Como regresé sumisa a casa, también me dieron permiso de ver a mi hermana. Ese día le pedí su ayuda; era la única persona que tenía de mi lado. Logré hacerle entender que yo ya no podía regresar. Con ella, mi situación fue más fácil de entender. Afortunadamente, me prestó dinero, y poco a poco empecé a vender ropa a escondidas y logré juntar lo suficiente para poder irme. Renté un departamento, tenía que irme con mis hijos, salir de esa casa fría llena de espíritus y de muertos —el más muerto, mi propio espíritu.
La vida por fin me sonreía. Mi marido por alguna razón entendió que tenerme a su lado era más complicado para sus parrandas, para salir con sus mujeres. Su vida sin niños era mucho más cómoda. Confieso que viví con miedo porque nunca dejó de seguirme ni amenazarme de muerte por no haberlo amado.
Mi suegra al verme independiente y lejos de ellos, no tuvo más remedio que aceptarlo. Finalmente, su hijo podía ser libre, tendría menos responsabilidades y se lo consentiría a él, pero no a mí. No pudo dejarse ganar, logró vengarse de mí de la manera más vil: me quitó dos pedazos de mi vida, me separaron de mis dos hijos mayores. Una tarde vino por ellos para llevarlos a jugar al parque. Yo,aunque moría de miedo, dejé que los llenara de regalos y se los llevara; al final, era su abuela, no sospeché nada. Esa misma tarde se fueron a Orizaba para ser criados por la abuela de Emilio; crecieron y fueron educados lejos de mí con la excusa de que yo no podía darles la vida que merecían. Para ellos era mejor vivir entre encajes franceses que entre ropa de segunda vendida por su madre.
Después de mucho tiempo pude recuperar a mi pequeña Irma, aunque nunca su amor al cien por ciento. Hasta hoy, esa separación llena de mentiras nos mantiene a distancia. Raúl, mi segundo hijo, fue adoptado por mi cuñado aquel de la flor en la solapa, al que nunca más volví a ver, y mi hijo nunca supo en realidad todo el dolor que sentía mi corazón cuando le llamaba y me lo negaban; ni la tristeza de ver los paquetes devueltos a mi puerta días después de su cumpleaños o Navidad.
Todos estos años he pensado en qué pude haber hecho diferente: debí haber
escapado de Emilio antes de haberme embarazado, o haber dicho que no en el altar. También pienso en que no tenía que buscar al amor de mi vida; es más, creo que si alguna vez lo encontré, ni siquiera me di cuenta.
Fui una mujer rebelde, ciertamente, y mis hijos me volvieron una mujer fuerte, invencible. Sola saqué adelante mi casa, y mis demonios se esfumaron. Siempre supe que mi corazón tendría una larga vida, que mis labios se pintarían de nuevo alguna vez. En mis idas y venidas del día a día entregué mi corazón una vez más porque creí haberme enamorado de nuevo, pero no fue así; el único regalo de esa experiencia fue mi hija Araceli, la más pequeña, con quien he compartido todos los días de su vida. Sabe bien que intenté formar una familia que pudiera llenar los vacíos de mi alma con su padre, pero él nunca pudo entender que yo no sería la esposa perfecta —ya no podía entregar mi libertad a nadie más.
He tenido el amor de mis dos hijos menores Francisco y Araceli. Los he visto crecer, he sanado sus heridas cuando las mías se cerraron sin darme cuenta. He logrado ser una persona libre de miedos; soy hija, hermana, madre, abuela, bisabuela. Hoy, postrada en mi cama, he podido hacer este recuento. Viví con amor a mí misma porque es lo único que podía hacer: ser fiel a mi idea de ser completamente yo. Aunque nueve años viví dejándome vencer, le di la vuelta y empecé a ver la vida con otros ojos. Escapé de la infelicidad.
He sido feliz a mi manera, he sido feliz cuando no tenía por qué serlo, he sido fuerte al escaparme de lo que no quería, he logrado sanar mi cuerpo cuando ha enfermado, he reído jugando en el piso a los piratas, he bailado el son de la negra con mis bisnietas, he pintado mi cocina de sabores al compartir recetas e ingredientes con amor, he sido feliz aún en estos mis últimos momentos de vida viendo cómo mi hijo Francisco, ese pequeño niño güero de bucles con pantaloncillo corto de marinero, siempre se quedó a mi lado y se convirtió en elhombre que está junto a mí, besando mis manos frías llenas de pecas y arrugas, compartiendo mi último aliento.
Quiero dejarle saber que durante mis cien años y seis meses solo encontré una vez el amor perfecto, que hoy puedo decirle que él es el hombre de mi vida y mi amor más grande.
1 comentario
Añade el tuyo →Sorella, que maravillosa manera de poner la vida de Rosse, nuestra abuela paterna. En mi infancia lo máximo era irme de fin de semana con ella, desde entonces agarre mi maleta y así inicié mis viajes. Sin querer se me escurrieron las lágrimas. Seremos lonjevas por ambas abuelas. Te amo.