Anestesia

Despierto, deambulo, duermo.

Abro los ojos, miro fijamente el techo: el tirol toma formas extrañas. Volteo hacia la ventana, parece que ya salió el sol. Trato de levantarme para observar si el jardín ha florecido, pero no logro despegarme las cobijas del cuerpo. El halo de luz se refleja en la piecera; por debajo del cobertor trato de tocarlo para sentir su calor.

Sol, siembro, sombra

Últimamente no soy consciente del tiempo; los momentos suceden por segmentos. No comprendo. Miro la puerta de madera labrada con algunos rasguños provocados por el paso del tiempo. Se ve como mi piel: rayada y marcada por el uso. Me dan ganas de pararme a girar el picaporte dorado. ¿Cómo se sentirá en mi mano? ¿Estará frío? Escucho los ruidos y la algarabía que hay detrás. ¿Por qué nadie entra a ver si estoy bien? ¿Me traerán de comer? ¿Hace cuántos días que no como? Es curioso, no recuerdo lo último que comí, pero tampoco siento hambre. No siento nada.

Incomprensión, ilusión, imaginación

Cierro los ojos para mirar hacia dentro. Trato de descifrar lo que siente mi corazón, lo que siente mi alma. Darme cuenta si aún poseo alma, pues creo que la tengo anestesiada de toda emoción.

Anestesia, alma, amor

¡No quiero olvidar lo que me hacía feliz! Quiero recordar a mis hijos, el amor que me daban y la devoción que sentía por ellos. ¿Por qué no vienen a buscarme? ¡Los necesito tanto! Estoy en un punto donde ya no sé qué es real. ¿Adónde fue ese rayo de luz?

Olvido, oscuro, oscilación

Logro incorporarme y dominar mi cuerpo, aunque creo que es distinto; lo descubro extraño y horriblemente ligero. Visto un camisón blanco de seda. Toco mis hombros desnudos; toco mi cabello, que cae suelto sobre mi espalda. No me había percatado de que los muebles del cuarto cambiaron. El tocador es distinto: antiguo con un espejo ovalado, ¿por qué no lo había notado? Como en automático, camino hacia él. Al tomar la manija del cajón se me resbala de las manos, atraviesa mi piel, pero… ¡Esto no puede ser! Subo la vista y ¡no encuentro mi reflejo en el espejo! ¿Seguiré dormida? ¿Estoy en un sueño? ¿Una pesadilla?

Reflejo, resistencia, recelo

Sobre el tocador hay un libro abierto; no lo tomo porque me da miedo no poder hacerlo. Me agacho sobre él y leo: «… pero es preciso elegir no ser diabólicamente infelices. El silencio puede llegar a una forma de infelicidad cerrada, monstruosa, diabólica: puede enviciar los días de la juventud, hacer amargo el pan. Puede llevar, como se ha dicho, a la muerte».

Monstruo, muerte, miseria

¡MUERTE, MUERTE, MUERTE! De repente, escenas de mi vida saturan mi cabeza. Hace unos segundos, o más bien hace unos días-meses-años, no las recordaba. Súbitamente se activaron como cascadas: esa noche lúgubre estaba recostada sobre mi cama. Recuerdo que una punzada helada recorría mis pulmones. No podía respirar, por más que jalaba aire no oxigenaba. Todos mis seres queridos lloraron: mi marido, mis hijos y mis padres estaban desolados. Anhelaba abrazarlos a todos y decirles que estaría bien, pero en el fondo sabía que no era cierto: iba a morir. Un último intento de suspiro.
Cuando recuperé la conciencia me encontré en este cuarto que pensaba mío. ¡morí!

Enfermedad, episodio, existencia

Floto en un océano de nada. Ningún sentimiento me inunda; ni lo bueno ni lo malo existen. Me muevo por el cuarto y, sin pretenderlo, arrasado todo lo que hay en él, descubro el poder de mi nueva condición. Camino hacia la puerta que ahora puedo traspasar. Cruzo, quiero ver qué hay más allá. ¿Estoy en el purgatorio? El lugar donde deambulo es mi casa, pero a la vez no lo es —ahora la habita gente extraña. En la cocina todos cenan. Me paro enfrente de quien parece ser la mamá. Creo que vamos a chocar, pero ella continúa y me atraviesa como si nada. Entonces, a propósito, tiro de la mesa un plato con frutas. Todos brincan del susto y se miran entre ellos, pero no tardan en justificarlo con las fuertes corrientes de aire.

Fantasma, frutero, fósil

Las semanas y los meses transcurren de una manera diferente; sé que el tiempo avanza, porque veo a la familia adornar la casa de acuerdo con la época del año. Mi necesidad de sentir cualquier cosa se acrecienta, ¡sentir lo que sea! Salgo al jardín donde antes me producía placer el aroma de los rosales. Me acerco, aspiro hondo, pero no percibo su esencia. Bajo ese deseo, agarro los tallos y los aprieto para que sus espinas atraviesen mi piel, pero nada, no siento nada.

Nada, nostalgia, necesidad

Dicen que el mundo de los vivos y el de los muertos están separados por el grosor de un cabello. Debe de ser así, porque al acercarme a los rosales las ramas se movieron bruscamente. La niña que vive en la casa se acercó. Nunca me había detenido a observarla, pero en ese instante noté que era hermosa: su sonrisa, su inocencia y su frescura me hicieron recordar el profundo amor que sentía por mis dos niños. Justo unas semanas antes de caer enferma, mi marido y yo habíamos iniciado un tratamiento para embarazarme de una niña. Deseábamos saber cómo sería una bebé nuestra. Bien, pues dicen que no le cuentes a Dios tus planes porque se reirá de ellos. Por cierto, ¿dónde está Dios? ¿Es por la falta de Dios que he perdido la capacidad de sentir? Salí de mi ensoñación al percibir que alguien me observaba. Hace tanto tiempo que no sentía unos ojos encima de mí, así que me giré y ahí estaba ella, de pie, asustada, observándome. Sintió mi energía, y estoy segura de que conectamos. Quise acercarme a consolarla, pero salió corriendo. La anestesia que me dominaba se desvaneció tras escucharla sollozar temerosa; el deseo de tenerla conmigo me obsesionó de golpe. Me recordó que mi capacidad de amar y proteger era lo que daba sentido a mi existencia, y como ahora no sabía si existía o no, seguí ese impulso de tenerla conmigo.

Huérfanos, hija, hielo

Quiero saber lo que es ser madre de una niña. ¡Dejé trucando mi sueño! ¡Esa señora que vive en la casa sí tiene lo que yo no pude tener! Una rabia inaudita se apoderó de mí y no hubo un solo día que yo no hiciera algo que provocara en ella la sensación de que había enloquecido, pues no aceptaba otra explicación, ya que cuando la niña le contó que me había visto en los rosales, ella le respondió tajantemente que los fantasmas no existen. Entonces, comencé a moverle de lugar las cosas. Si su perfume estaba en el baño, yo se lo movía al buró. Siempre colgaba las llaves del coche en un ganchito, así que en una ocasión hice que se cayeran frente a ella. Yo veía la desesperación y el desconcierto en sus ojos, pero nunca quiso aceptar lo que era obvio. Una noche que no podía dormir bajó a la sala a tomar un té de tila; le puse la mano en el hombro apretándoselo. Se levantó en un santiamén blanca como el papel y subió corriendo a su recámara. A pesar de todo esto, nunca quiso sincerarse con su hija.
Tortura, telarañas, taquicardia
Aboqué la otra parte de mi solitaria existencia en seguir a Lía a todos lados —su familia no la llamaba así, pero yo le di ese nombre. Había instantes en que parecía verme. Los momentos en que su madre la abrazaba, yo procuraba no mirar, o desaparecer, porque me daban ganas de arrancársela. Esa señora no la merecía. Una niña tan sensible y perceptiva no merecía una madre tajante y cerrada. ¡Esa niña debía ser mía!

Lastima, lacera, lamenta

Poco a poco Lía y yo empezamos a compartir más momentos. Cuando jugaba en los columpios, yo la empujaba. También cortábamos flores del jardín, para hacerlas coronas y adornar su pelo. Yo creía que éramos muy cercanas, hasta que un día la escuché contándole a su mamá las cosas que de verdad la preocupaban en la vida. ¡Qué celos tan incontrolables me dominaron! ¿No soy yo más comprensiva? Pero la realidad era que estábamos en planos diferentes, y aunque parecía que yo estaba con ella, la verdad era otra. Nunca me vería con amor maternal mientras yo estuviera muerta.

Yugo, yedra, yo

Una tarde, jugando a tomar el té, Lía quiso hacerlo más real. Fuimos a la cocina por algo líquido para servir en las tacitas. Donde ella alcanzaba había un litro de leche. De repente, se me impuso una pregunta: ¿Y si existiéramos en el mismo plano? Algo en mí me empujó a señalarle una lata negra con una marca roja que estaba guardada más arriba. Ella dejó a un lado el litro de leche, acercó un banco y tomó la lata. De un momento a otro el ánimo me cambió, ¡me sentía radiante! Por fin, no estaría sola. Lo servimos en los pequeños recipientes azules con florecitas moradas; cogió el suyo de la oreja parando el meñique en son de elegancia. Bebió todo el líquido mortal quemando sus entrañas. Cuando su madre entró al cuarto ya era demasiado tarde. Yo había ganado.

Confianza, cuidado, crueldad

Ahora vivo mi eternidad flotando con ella; va y viene en busca de sentido, en busca de emoción. Como yo ya pasé por esa etapa, dejo que ande por todos lados. Cuando se cansa la tomo en mis brazos y la arrullo como lo hacía con mis hijos. Me pregunta por qué llora su mamá, le respondo que es hora de dormir.
«Acurrucaditos tú y yo, abrázame, siénteme y dame tu amor. Acurrucaditos, corazón a corazón. Platicamos. Pon, pon, pon, pon».

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