Aquel día, súbitamente cayó un chubasco. Tenía la mitad de las bolsas del súper debajo de la cajuela y todo se estaba empapando. El vecino, al que solía ver entrar y salir, llegaba al estacionamiento, que aún no terminan de techar. Se acercó oportunamente a ayudarme a acarrear mis bolsas hasta el elevador.
—¡Vaya aguacero! — lo alcancé a escuchar entre los truenos.
—Gracias por la ayuda —le contesté mientras picaba con el codo el botón del elevador, que parecía no funcionar.
—Creo que se fue la luz, mira —señaló al indicador de los pisos, —está apagado.
Mis bolsas del súper eran muchas. Él, en su papel rescatador, cargó con más ánimo la mitad de mis pertenencias, empezó a subir escaleras y preguntó resignado:
—¿A cuál piso vamos?
—Voy hasta el octavo —le contesté apenado, —ya no te molestes. Pero él hizo como si no me hubiera escuchado.
—Pues vamos —emprendió la subida animoso y añadió —soy Martín, ¿y tú?
—Yo soy Jorge —contesté, aunque creo no me escuchó pues entre el segundo y el tercer piso una de las bolsas reciclables sucumbió al peso. Había metido, en mi afán por no usar de plástico, demasiadas frutas y verduras sueltas en la misma bolsa. Corrieron limones, jitomates, papas, serranos y tomates por toda la escalera. Rodaron los dos kilos de duraznos dulces que yo compraba las pocas veces que había. La papaya y la piña no rodaron, pero el melón y la sandía giraron y giraron hasta llegar, aun sanos y salvos hasta el primer piso.
—Ay güey, se me safó una bolsa —dijo el amable vecino y soltó las bolsas en el descanso. Yo también dejé las mías para empezar la recolecta de mis enseres. En eso estábamos cuando se abrió la puerta del departamento del segundo piso.
Era Sol. Frente a mi, ella, mi amor platónico.
Me senté mudo. Ella no reparó en mí, sólo en la fruta expandida por todo el lugar.
Sonó su teléfono, y entonces nos dijo:
—Atiendo la llamada y les traigo unas bolsas. Volvió a entrar en la casa y mi nuevo amigo Martín decidió suspender la recolecta sentándose a mi lado a esperar las bolsas prometidas.
Yo había olvidado por completo la fruta, la lluvia, y todo. Solo pensaba en Sol.
—¡Qué chico es el mundo! Te cuento un poco de Sol, es un encanto. — le empecé a decir sin pensarlo dos veces.
—¿A Si? ¿A poco? —dijo frunciendo el ceño y acercándose un poco a mí.
—Años sin verla ni saber de ella. ¡Años! —empecé a contarle entusiasmado. —Vivía en la calle paralela a la mía, en una casa con un árbol de duraznos al frente. Caminábamos juntos de la escuela hasta su puerta. Se echaba su mochila a hombros, pasando cerca de mí, agitando su melena y me decía que la acompañara que me iba a regalar un durazno.
—¿A poco? —Martín parecía muy interesado. Ante su escucha seguí hable y hable.
—Ella piensa que la conocí en la secundaria. Nunca le dije que ya tenía años observándola. Desde los 8 años, cuando pasaba en mi bicicleta frente a su casa, me paraba a comerme los duraznos. Si había en el suelo, escogía uno que no estuviera mordido de pájaros o insectos. Si no había tirados, entonces agitaba con fuerza el árbol para que uno maduro se cayera. Después me sentaba en el pasto de su banqueta a comérmelo con toda la calma. Sabía que ella me veía desde la ventana. No sé qué me gustaba más, el durazno o sentir su mirada. Siempre fingí no darme cuenta de que me observaba. Pretendía no haberme dado cuenta de su existencia. A esa edad solo debían interesarme los balones y las bicicletas, pero la verdad, la verdad, es que pensaba mucho en ella. Demasiado.
—¿Y luego? —se inclinó un poco hacia atrás —qué chico es el mundo, cuenta más.
—Cuando me decidí a hablar con Sol como todo un hombre, Sol ya estaba con alguien más, un bruto cualquiera. Tenía que esperar a que terminara con su relación para declararle mi amor. Sol nunca cortó con él y se casó. ¡Ay Sol, para mí siempre fue un encanto!
En ese momento regresó Sol, nos repartió las bolsas y sin más nos ayudó a recoger la fruta regada. Yo estaba nervioso y apenado. No me animé a decirle nada con la misma timidez que había tenido con ella tantos años atrás. Al terminar dijo volteándome a ver:
—Listo, nada más que me quedo con estos duraznos por tantos que me robaste. Sonrió y se metió a su departamento.
Me puse rojo. Martín remató con una carcajada.
—¡Cómo no va a ser un encanto, si es la niña de los duraznos en tu memoria! ¡Si vivieras con ella! — y dándome una palmada en el hombro añadió —soy el marido de Sol.
6 comentarios
Añade el tuyo →Muy lindo cuento, me gustó mucho
Jajaja, suele suceder.
Decir cosas a la persona equivocada y «regarla»
Ahh que barbaridad con Sol, los duraznos y su marido que bien escribes!!!
Me encantó!!! Muy lindo relato y además muy cierto. A todos nos ha pasado algo similar.
Los primeros amores son inolvidables.Me gusta mucho como escribes,muy fresco.Felicidades.
Muy bueno!! Así pasa