El primer lunes de noviembre cerca del Día de muertos, Julio y su esposa tomaron el camino de Ixcateopan con rumbo a Tetipac, subieron hasta la cima del cerro del Huixteco hogar de encinos, techo del viento.
Acamparon en la noche a la espera de los pequeños insectos que en esa época caen del cielo, tienen boca de chupador y alas membranosas, son voladores rápidos, de captura complicada, siempre buscan refugio en las hojas caídas de los árboles. Anuncian sin recato su llegada con un fuerte zumbido.
Julio lleva mucho tiempo enfermo del cuerpo.
No hay médico que ofrezca cura, ni sacerdote que de esperanza.
En una cacería voraz, los acorralan bajo la hojarasca, en la tierra húmeda. Incontables insectos son prisioneros de la pareja de campesinos.
Saben que son el remedio para la enfermedad que les aqueja.
Deciden comerlos vivos, acompañados de una salsa picante que han preparado de manera pronta para aminorar el sabor amargo del yodo que segregan cuando se sienten amenazados,
La lengua de los cazadores se adormece al masticar alas, antenas y patas crujientes.
En poco tiempo no hay malestar. Las propiedades analgésicas proporcionan una sensación de alivio. La presión sanguínea se regula, su metabolismo funciona a la perfección. El milagro sucede, se sienten ligeros, ágiles, una sensación alada viste sus espaldas, el viento les atrapa y bailan con el vaivén de los árboles. Desde allí pueden ver a miles de personas subiendo el cerro, con sus anafres, molcajetes y tortillas para cazar a los jumiles que buscan resguardo bajo la hojarasca de los encinos.
Un olor fétido los baña, es el miedo que segrega su cuerpo al saberse amenazados.